Por una nueva vieja cultura de la comida

Comercio de cercanía frente a la locura de la Gran Distribución. La historia de los aguacates que llegan desde Chile. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde que fueron cosechados? ¿Llegaron en avión? ¿O fueron refrigerados y enviados por barco? Y si ese aguacate costó solo 50 céntimos, ¿cuánto les quedó a los agricultores chilenos?

Hace unos días, sentí la necesidad de prepararme una ensalada tropical, una receta que, además de tener al aguacate como ingrediente estrella, también va acompañada de un poco de sentimiento de culpa: aunque vivo en España, concretamente en Madrid, soy originario de Málaga, una provincia donde el cultivo intensivo de este fruto está provocando graves problemas ambientales como la sobreexplotación de acuíferos, agravados aún más este año por la sequía. Me autojustifiqué pensando que, ya que estaban destruyendo mi tierra, al menos me merecía el sabor de dos aguacates en compensación.

Pero una vez llegado al lineal de las verduras, la mala conciencia se vio sustituida por asombro: en vez de Málaga, en el apartado de procedencia de la etiqueta leí Chile. Es decir, en vez de la distancia que separa Madrid y Málaga (ya considerables de por sí), esos aguacates habían recorrido dos oceános para llegar hasta mi ensalada.

El desconcierto alimentaba todo tipo de preguntas en mi cerebro. Esos frutos no estaban del todo maduros: ¿cuánto tiempo hacía que se habían cosechado? ¿Habían llegado en avión? ¿O habían sido refrigerados y trasladados en barco? ¿Qué matemáticas consiguen hacer más rentable trasladar contenedores refrigerados por literalmente medio mundo hasta un puerto europeo, y desde ahí moverlos por carretera hasta su destino, que comprarlo dentro del propio país? Y si a pesar de todo ese aguacate costaba solo 50 céntimos, ¿cuánto les quedaba a los agricultores peruanos tras restar el coste de producirlo y comercializarlo?

EL SINSENTIDO DE LA GRAN DISTRIBUCIÓN

Comprar aguacates chilenos en España y vender los españoles a otros países, o importar patatas desde Reino Unido para a su vez exportar a otros países, es algo que solo tiene sentido económico dentro de un sistema globalizado, controlado por un puñado de corporaciones, que se pueden permitir márgenes de ganancias mínimos debido a los gigantescos volúmenes de alimentos que manejan. Este modelo de contradicciones y paradojas que nos alimenta tiene un nombre: la GDM o Gran Distribución Moderna. 

La GDM está compuesta por todos los eslabones de la cadena que compran directamente al productor y acaban vendiendo el producto a los consumidores finales, pasando por los mayoristas, transformadores, transportistas y otros agentes intermediarios, y acapara el 80% del volumen de compras de alimentos. A pesar de las dimensiones y la complejidad de esta tarea, la realidad es que la GDM está en manos de una docena de empresas que controlan cada paso del proceso. Esta situación se describe como “teoría del embudo”: hay muchos productores y muchos consumidores, pero un pequeño grupo de distribuidores intermedio controla el negocio e impone sus reglas a los demás actores, asegurándose en el proceso márgenes de beneficio que superan con creces lo que se paga al productor.

Este “embudo” otorga un poder inmenso a la GDM. Por un extremo de la cadena, pueden imponer precios y condiciones a los agricultores y ganaderos, ya que estos se han quedado sin las alternativas cercanas y locales tradicionales para dar salida a sus alimentos, viéndose forzados a recibir pagos a sesenta o noventa días, participar en los gastos de promoción en el establecimiento o aceptar la devolución de la mercancía no vendida. En el otro extremo la GDM ofrece al consumidor final solo los productos con mayor rentabilidad económica o comercial, privando a los ciudadanos de otras variedades más ricas o saludables. 

La consecuencia final es un sistema alimentario creado para satisfacer los intereses económicos de unas pocas corporaciones al que tanto productores como consumidores se deben adaptar. Bajo este modelo, la subsistencia de los agricultores o la salud de la naturaleza y los ciudadanos quedan en un segundo plano, cuando directamente no son ignorados.

LA DESAPARICIÓN DEL CAMPESINADO

Las primeras víctimas de este sistema son los agricultores y ganaderos. Como sucedía con mis aguacates, la GDM ha sustituido a los pequeños y medianos productores por empresas multinacionales con capacidad de deslocalizar la producción a países con salarios más bajos y menos requisitos ambientales y sociales. Esto provoca que en nuestros países los productores se vean obligados a invertir en agrandar sus explotaciones para poder competir, o directamente abandonar el oficio; un reciente informe de Greenpeace revela que entre 2007 y 2022 el sector agrario ha perdido más de 3,6 millones de puestos de trabajo.

Esta situación ha provocado que cada vez menos jóvenes se interesen por la producción de alimentos como opción profesional. Solo el 11,9% de los jefes de explotaciones europeas tienen menos de 40 años, y la mayoría (57,6%) supera los 55 años. La GDM no solo está provocando que los países pierdan un sector laboral entero, sino que con esta falta de relevo generacional se pierdan también los saberes y tradiciones agrícolas únicas de cada país y región. 

A esto hay que sumar el riesgo de dependencia de otros países en casos de crisis, algo que ya hemos visto recientemente con el COVID o el conflicto en Ucrania; alejar la producción de alimentos de nuestro suelo enriquece a unos pocos, pero nos hace más inseguros a todos.

Paradójicamente, este modelo tampoco ayuda a los países a donde se deslocaliza la producción. Al contrario, la GDM puede ejercer aún más presión sobre campesinos con condiciones económicas más frágiles y menos margen de negociación, obligándoles a sustituir sus cultivos de subsistencia por monocultivos, arrebatándoles así su soberanía alimentaria y empujándoles a la sobreexplotación de sus recursos naturales; Málaga no es el único lugar donde el aguacate y otros frutos tropicales se han convertido en un problema ecosocial.

La solución a este sistema incoherente empieza por acortar las distancias con nuestra comida. Al comprar alimentos locales, directamente a los productores o en modelos de circuito corto, permitimos que el campesinado pueda mantenerse y preservar su territorio, potenciando con ello las diversidades autóctonas y culturales de la región. 

Remunerar al campesinado de manera justa por su trabajo les permite, además de llegar una vida digna, cultivar los alimentos que ellos eligen y no los que les imponen las corporaciones, lo que a su vez redunda en una dieta más saludable y rica para nosotros. Un sector de agricultores y ganaderos felices es la mejor garantía para tener consumidores felices.

UN SISTEMA BASADO EN LA DESTRUCCIÓN

La GDM no extrae sus márgenes de beneficio tan solo de producir lejos de los centros de consumo, sino también de hacerlo de una manera intensiva. La necesidad de grandes explotaciones, altamente industrializadas y necesitadas de grandes cantidades de agua, pesticidas y fertilizantes, ataca directamente a los ecosistemas donde se asientan y poniendo en riesgo recursos naturales de alto valor como el suelo fértil o los polinizadores. 

En España, el bajo precio de la carne y la leche está llevando a cada vez más ganaderos a sustituir sus explotaciones en extensivo por macrogranjas en intensivo con capacidad para más animales, pero también con menor bienestar. Estas macroexplotaciones suelen ser parte de sistemas integrados, donde grandes corporaciones suministran las cabezas de ganado, el pienso o los medicamentos y más tarde también comprarán la producción. A cambio, el ganadero “solo” debe invertir en las instalaciones y poner su fuerza de trabajo, renegando de su autonomía para negociar precios o decidir ningún aspecto de la producción, pasando de ser el responsable de su actividad a un mero operario. 

Estas macrogranjas, sobre todo las de cerdo, han tenido una expansión velocísima en grandes zonas de España, como Aragón, donde aparte de modificar el tejido social de las comarcas donde se instalan están provocando serios problemas ambientales, debido a la explotación de los recursos hídricos, ya que estas granjas industriales necesitan de ingentes cantidades de agua, y a la contaminación de los acuíferos debido a los purines, es decir, los orines y excrementos de los animales que se filtran sin tratar a través de la tierra de cultivo donde se aplican como fertilizantes. La gravedad de la situación ha hecho que en decenas de localidades el agua de grifo haya dejado de ser potable debido a las concentraciones de nitritos y fosfatos. 

Este no es un problema local ni reciente: en Alemania, la región de Weser Ems, en Baja Sajonia, sostiene la mayor densidad ganadera de todo el país y lleva desde la década de los 80 luchando contra la contaminación de sus aguas subterráneas debido a los purines.

Pero la especie humana, a pesar de todo, no es la principal afectada por este sistema alimentario insostenible. “La pérdida, degradación y sobreexplotación del hábitat, impulsadas principalmente por nuestro sistema alimentario mundial, son las principales amenazas para las poblaciones de vida silvestre en todo el mundo”. Esta cita pertenece al demoledor Informe Planeta Vivo 2024 de la World Wildlife Fund (WWF) en el que alerta de una catástrofe de dimensiones difíciles de asimilar: las poblaciones mundiales de vida silvestre se han visto reducidas un 73% en solo 50 años. Así que cuando tus abuelos recuerdan que antes se escuchaban más pájaros o que había más mariposas en el campo no es solo que estén siendo víctimas de la nostalgia.

Frente al impacto que conlleva la producción y el transporte de alimentos para la GDM, las sociedades humanas deben empezar a optar por sistemas que no solo reduzcan su impacto sobre la naturaleza, sino que la ayuden en su regeneración. 

Los pequeños y medianos productores, cuando optan por variedades autóctonas adaptadas al clima y las condiciones locales reduciendo así sus necesidades de aportes externos; cuando utilizan fertilizantes naturales y respetan los tiempos de recuperación de la tierra en vez de exprimir su fertilidad con petroquímicos; cuando optan por cultivar variedades en mosaico en vez de monocultivos; en definitiva, cuando trabajan en sintonía y colaboración con la naturaleza y no en contra de ella, están marcando el camino que todo el sistema alimentario deberá seguir antes o después si queremos preservar la riqueza y la belleza de nuestros sistemas naturales. 

Por ello es importante tener muy presente que cuando compramos a productores locales y agroecológicos estamos pagando no solo por sus alimentos, sino también por la labor que realizan para mantener nuestros ecosistemas vivos; esos céntimos de diferencia que puede haber entre comprar en el circuito corto y un supermercado son los más rentables que puedes gastar.

POR UNA NUEVA VIEJA CULTURA DE LA COMIDA

La batalla por una alimentación más sana, cercana y sostenible es, ante todo, una batalla de ideas. De eliminar las que nos han llevado a creer que es normal consumir aguacates transoceánicos y que comprar alimentos adaptados a nuestra tierra, a gente que vive en ella, por precios que les permitan vivir, es un lujo al alcance de unos pocos idealistas. Estas ideas que ahora pueden sonar revolucionarias son, en realidad, la manera habitual en que la humanidad ha operado desde la invención de la agricultura. Un sistema que cumplió su función durante milenios, frente a otro que en tan solo unas décadas se ha revelado como insostenible. 

El trabajo que tenemos por delante es el de desnormalizar el absurdo de la GDM y renormalizar la agricultura vinculada al territorio. Debemos hacer que el oficio de campesino, el único que es verdaderamente esencial, sea justamente retribuido y vuelva a verse como una alternativa atractiva para las generaciones jóvenes. Desempolvar los recetarios de las abuelas y volver a preparar platos preparados con los alimentos que cada estación nos ofrece. Sacarle partido a las variedades locales, presumir de ellas y huir de una dieta uniforme de ingredientes y sabores homogéneos. Y, sobre todo, debemos luchar contra nuestra falta de imaginación y permitirnos soñar con un mundo que nos acerque a nuestros vecinos, nuestros alimentos y nuestra naturaleza.

Autor: Guillermo López Linares (Revista Salvaje)

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