Hoy en día, las etiquetas “sostenible”, “ecológica”, “responsable” proliferan en los estantes. Para el consumidor, suelen ser una promesa: mejor para el medio ambiente, menor impacto, transparencia. Pero, ¿cómo distinguir lo auténtico del greenwashing? ¿Y qué papel juegan estas etiquetas en el sistema alimentario europeo actual?
Las eco-etiquetas nacieron de la necesidad de dar al consumidor un punto de referencia frente a una oferta creciente de discursos comerciales “verdes”. Según la FAO, una eco-etiqueta es un sello de calidad ambiental que se aplica a productos con un menor impacto sobre el medio ambiente que sus equivalentes competidores.
Se basan en la teoría de la “información asimétrica”: el productor conoce sus prácticas reales, pero el comprador no; la etiqueta sirve para reducir esa diferencia. Idealmente, una etiqueta fiable es independiente, exigente, auditada y transparente. La idea resulta atractiva: orientar las compras hacia productos con menor impacto, fomentar prácticas responsables, e incentivar a las empresas a hacer sus cadenas más sostenibles.
Paralelamente, la OCDE recuerda que para que estas etiquetas sean útiles, deben generar confianza: criterios claros, auditorías independientes, y la capacidad de sancionar abusos(Enabling Trust in Food Labels, 2025).
¿Alguna vez has tenido la impresión de que un producto “ético”, “local” o “baja huella de carbono” sabía mejor? Investigaciones recientes muestran que consumir alimentos que coinciden con tus valores puede influir en la percepción del sabor y, hasta cierto punto, en el placer que se siente.
Un estudio de 2013 de la Universidad de Gävle (Suecia) ilustra este fenómeno. Los estudiantes probaron dos cafés supuestamente distintos: uno “eco-responsable” y otro no. La mayoría dijeron que preferían el sabor del café “sostenible”, aunque ambas tazas eran idénticas.
Más sorprendente aún: cuando algunos participantes descubrieron que en realidad habían preferido el café no sostenible, aquellos para quienes la ecología era importante aseguraron que seguirían dispuestos a pagar más por la versión “verde”.
Lo que los investigadores llamaron el “efecto halo verde” demuestra hasta qué punto las etiquetas pueden influir en nuestras decisiones y percepciones, a veces más que la realidad del producto. Las marcas lo saben, y algunas lo utilizan hábilmente. El mercado “verde” es lucrativo: según McKinsey y Nielsen IQ, los productos que destacan compromisos ambientales o sociales representan ya más del 56% del crecimiento de ventas en alimentación en EE.UU.
Dentro de la Unión Europea existen más de 200 etiquetas relacionadas con la sostenibilidad en alimentación, cada una con sus propios criterios, métodos y, a veces, contradicciones. La Comisión Europea trabaja actualmente para poner orden en este sistema de etiquetado, especialmente mediante la revisión del reglamento Green Claims y las propuestas del programa Food Information to Consumers. El Parlamento Europeo también sigue de cerca estos cambios para regular las alegaciones medioambientales.
Según estudios del INRAE, uno de los grandes retos es que las etiquetas sean comprensibles para los consumidores: ¿qué diferencia hay entre “sostenible”, “baja en carbono” o “biodiverso”? Los ensayos con consumidores muestran que simplificar ayuda a entenderlas, pero también puede ocultar matices importantes (INRAE, Harmonising environmental labelling in Europe).
En este contexto surge, por ejemplo, Planet-Score, una propuesta francesa respaldada por distintos agentes de la investigación y de la agricultura sostenible. Basado en la base de datos pública Agribalyse, evalúa los productos alimenticios según tres criterios principales: clima, biodiversidad y pesticidas. A diferencia de otros sistemas de eco-puntuación que solo se fijan en la huella de carbono, Planet-Score considera indicadores que a menudo se pasan por alto: impacto en los polinizadores, contaminación del suelo y métodos de producción.
Su objetivo es doble: ofrecer una visión más completa del impacto ambiental de un alimento y fomentar transiciones concretas hacia prácticas agrícolas más saludables. Este modelo destaca por introducir una lógica de transparencia y progreso, en lugar de limitarse a comparar productos de manera punitiva.
Para que las ecoetiquetas contribuyan de verdad a transformar el sistema alimentario, aún hacen falta varios cambios. El gran desafío sigue siendo coordinar criterios a nivel europeo: establecer normas compartidas, exigentes y verificables que garanticen la fiabilidad de las alegaciones y eviten la proliferación de etiquetas contradictorias. Esta coherencia debe ir acompañada de controles más estrictos y sanciones disuasorias en caso de abuso.
Al mismo tiempo, herramientas como Planet-Score demuestran que es posible ofrecer una calificación agregada, fácil de entender y basada en datos transparentes. Si se mantiene la rigurosidad, estos sistemas podrían ofrecer a los consumidores una guía clara para tomar decisiones, sin simplificar demasiado la complejidad de los retos medioambientales.
Por último, será fundamental reforzar la educación del consumidor, porque entender de verdad lo que significan estas etiquetas también es recuperar poder sobre lo que ponemos en el plato.
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